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«Aquella Niña» – Autor: Enrique, Kike

Posted in ***** DÍA A DÍA - Enrique, Kike, Fuera de bromas - Autor: Enrique, Kike on enero 14, 2009 by condiosdelante

Esto que voy a contar me pasó hace tiempo, pero hoy lo recordé por algo que contaré luego.

Mis padres trabajan haciendo movilidad escolar, es decir, llevando a algunos niños a la escuela. Según las regulaciones por aquí, el conductor siempre debe ir acompañado por algún adulto responsable que atienda a los niños mientras él conduce. Cosas de seguridad. Normalmente es mi papá quien acompaña a mi mamá en estos menesteres, pero hoy me tocó a mí.

Bueno. Está esta niña que se llama Carolina. Tiene tres años, y de más está decir que es una ternurita de ser humano: cabello castaño, ojos entre verdes y grises, cara redondita y una sonrisa que derrite hasta al Diablo. ¡Pero vaya: cuando está de mal humor: agárrate, Catalina!

Íbamos de regreso para llevarla a su casa. Ni bien salió del colegio nos enseñó a todos su enorme cara de enojo —de furia, más bien—, cara de «si te acercas, te mato». ¿Qué fue? Concurso de pancartas en el colegio, pancartas alusivas al día de la educación inicial. ¿Y qué había sido? Pues que la pancarta de Carolina había sido escogida como una de las más bonitas, y tuvo que dejarla en el colegio para una exposición destinada a los padres. O sea: un premio, ¿no es obvio? Pero anda a explicarle eso a una niña de tres años. No: Carolina estaba indignadísima: le habían arrebatado su pancarta. (¡Y vaya uno a saber!: tal vez la pancarta se la hizo la mamá, ¿vio? Pero eso a un niño no le importa: es SU pancarta y punto. No hay derecho, simplemente).

La cosa es que entró a la camioneta con un humor de perros… rottweiller. Me siento a su lado y trato de consolarla. ¡Puf, vaya ingenuidad!… la mía, digo. No me hacía ni caso. Al contrario: me gemía y me gritaba; me amenazaba con sus gritos; me decía con su mirada de fuego que me callara de una buena vez. Yo insistía: hacer reír a los niños solía ser mi especialidad. Pero no contaba con que Carolina no estaba de humor para ser niña esa mañana. Ella era ya una viejita renegoncita de pleno derecho. Así que lo inevitable sucedió: en un momento ya no pudo más. Me había yo acercado a comentarle no sé qué, cuando ella volteó violentamente y me dio un manotazo. Mis anteojos volaron por la camioneta y fueron a dar bajo el asiento delantero. Horrible cosa, oiga.

Y vean, a mí me gustan los niños, ¿oquéi? Pero ya cuando se ponen en ese plan es una cosa más complicada, y me brotan un par de traumas de cuando era profesor en el colegio aquel de niños»difíciles» (por poner un adjetivo rápido). Y, bueno, también está el engreimiento y qué sé yo. (Sumen mil cosas más: yo en lo de tolerar frustraciones todavía tengo que trabajar un poco). La cosa es que me volví y, misma novia despechada, resolví no hablarle nunca más en toda mi vida ni aunque se volviera de grande algo parecido a Kim Bassinger (sí, sí… ya sé que Kim Bassinger ya fue; pero es que se me ocurrió por aquello del parecido físico, ¿vio?). O sea: ley del hielo.

Pero luego de un rato comenzó esta historia que me volteó los papeles totalmente. Que vamos en silencio un buen rato, y de pronto ella saca un cuento de su mochilita, como para entretenerse en algo y ya no tener que hacerme caso, o evitar la incomodidad de tener al lado a su víctima perfectamente silenciosa y resentida. Bueno: así interpretaría yo el comportamiento de alguien de mi edad. La cosa es que sacó el cuentito y… pues se acordó de que no sabía leer. ¡Tiene tres años! Así que se voltea y con todo el desparpajo del mundo, como si nada hubiera pasado —que para eso, algunas mujeres se pintan solas, y yo no sabía que ya lo ejercitaban desde chiquitas—, me dice a boca de jarro: «¿Me puedes leer?».

Yo me hago como si conmigo no fuera. Ya sé que es una niñita, hombre: pero ya comprenden a qué me refiero con que me había dolido mucho su reacción de hace un rato. Carolina no se hace problemas e insiste sin hacer ninguna mueca: «¿Me puedes leer?».

Entonces uno se acuerda de la misericordia y esas cosas, ¿vieron? O sea: de ser coherente con la fe, de perdonar a los que nos hacen daño, de dar la otra mejilla… y, básicamente, de que es una niña, forgadseik. Así que le tomo el cuentito de las manos con delicadeza y le digo: «Esta bien. Pero con una condición: que no me vuelvas a golpear. No me gustó que me golpearas».

Con ella no era. Carolina ni me miraba. Miraba por la ventana antentamente, como si el resultado de la lotería estuviera ahí y a ella le faltase un numerito. Yo insistí: a mí no me hacen esas cosas, ¿vio?: «Carolina, no me gustó que me golpearas. Me sentí mal. Muy triste».

Carolina seguía inmutable. Entonces resolví para mis adentros: «No tiene caso. Es una niñita. ¿Qué puedo esperar? Mejor leerle y punto». Pero entonces ocurrió. Sin avisar nada, con total brusquedad, casi con violencia, Carolina se vuelve de pronto hacia mí y se lanza decidida a mi rostro. Y mientras se agarra de mi cuello en un abrazo lindo, cálido y tierno, me estampa un beso en la cara y se queda tomándome un ratito más.

¡Ay, mi Dios! Todo se me volvió de arriba a abajo, y de abajo a arriba. ¿Creen que supe qué hacer? ¿Creen que supe qué pensar? ¿Creen acaso que se me ocurrió cómo reaccionar o hacer algo? Todas mis categorías destruidas; todos mis argumentos regados por el suelo; todo mi rencor y mi incomodidad destruidos de un zarpazo de ternura y calidez. Casi casi suelto una lágrima, les cuento, y por mucho rato no supe qué hacer (¡que ya es decir!).

Hasta ahora no recuerdo cómo terminó la historia, o sea, qué hizo su humilde servidor. Solo recuerdo que un rato después ya estaba yo leyéndole el cuento con el mayor de los cariños, con el beso aún latiendo en mi rostro, y con el corazón henchido de alegría y ternura. Pero, eso sí, prudentemente alejado de su brazo izquierdo… je, je…

Fuera de bromas, es impresionante ver a un niño de tan corta edad y ver cosas así, ¿no? Uno piensa: caramba, ¿quién le enseñó a molestarse así? ¿Quién le enseñó la frustración, la rabia, la indignación? ¿Quién le enseñó a manifestar sus emociones así? Porque de que estaba molesta, lo estaba. Pero luego uno se pregunta: ¿y quién le enseñó a ser tan tierna? ¿Quién le enseñó a pedir perdón? ¿Quién le enseñó que lo que hace a los demás puede dolerles? ¿Quién le enseñó a reflexionar, quién le enseñó la profundidad?

Los niños son un misterio porque nacen nuevecitos, tábula rasa. Bueno, bueno… ok: la eterna discusión nature Vs. nurture (en el más puro inglés, con anglicísimo «Vs.» incluido). Pero algo de nature hay, ¿vio? Y es interesante reparar en eso. Los niños vienen de fábrica con el sello todavía a la vista de la imagen divina. Se ve clarito. Y aquello medio cursilón de que Dios está en la sonrisa de un niño… es totalmente cierto. Miren la ternura de esa niña. ¿Por qué conmueve? Porque algo en el fondo de nosotros reacciona frente a una ternura así. El eco de un silencio, de algo que falta. Pietr van der Meer hablaba de que la belleza es, no obstante, «[…] siempre trágica, porque es el canto inspirado por una carencia». Exactamente.

Autor: Enrique-Kike

 

Con el consentimiento y alegría del Autor.

Fuente: http://fueradebromas.blogspot.com

Tragedia cósmica en dos actos Autor: Enrique -Kike-

Posted in ***** DÍA A DÍA - Enrique, Kike, Fuera de bromas - Autor: Enrique, Kike on diciembre 13, 2008 by condiosdelante

Tragedia cósmica en dos actos

El otro día hablaba aquí de las ocurrencias de los niños. Y eso me hizo recordar algo que me pasó hace tiempo. Recuerdos, recuerdos, recuerdos…

[1]

Un viernes de julio, 1999. Doce del mediodía. Salón de clases de cuarto grado de primaria. Cinco carpetas, pizarra, pupitre para el profesor y una puerta. Cinco niñitos se ocupan en distintas tareas. Bueno, en realidad, están ocupándose en distraerse, que es más o menos lo que han hecho todo el día. Solo que ahora sin remordimientos, porque es la hora del recreo, después del almuerzo. Cáscaras de naranja por aquí, por allá; envolturas de galletas, cajitas de refrescos… El joven profesor está sentado en su escritorio… concentradísimo en su tarea de latín. En la tarde tendrá clases en la universidad.

—¡Profesor, Daniel está llorando!

Kike levanta la cabeza. Le toma tiempo darse cuenta de dónde está. Pero, de pronto, el Imperio Romano cae hecho pedazos ante sus ojos, como un espejo que se rompe, y solo queda el rostro de Rosario, los ojos abiertos como platos, preocupadísima.

—¡Profesor, Daniel está llorando!

Sí, sí, ya había escuchado. Kike se levanta. ¿Qué habrán hecho ahora? Por lo menos una vez a la semana era la misma historia. Y, bueno, son niños…

Se acerca cautelosamente. Sabe que a los diez años de edad el «Fulanito está llorando» puede significar tranquilamente que a Fulanito le han sacado el ojo o le han volado un dedo. Cualquier cosa podía pasar. Pero había que tener fe. Tal vez la cosa no pintara tan feo.

En un rincón los demás niños hacían un círculo alrededor de Daniel… o lo que quedara de él. Kike se aproxima y echa un cauteloso vistazo. Gracias al Cielo, todo Daniel estaba aún ahí. Msssaver, dosojosmsssdospiernasmsssdosbrazosmmmsnsmsmdedosmsmsmms…. completo. Todo bien. Todo en su sitio. Aparentemente sería un caso de psicología simplemente. Kike sonríe: pan comido.

—¿Qué pasó, Daniel?

Daniel lloraba en silencio. Los niños a veces lloran a mares, escandalosamente, como cuando a un futbolista le hacen un foul cerca del área, que no duele… pero que es cerca del área. Entonces patalean y gritan como si les hubieran machacado un dedo con la puerta del Congreso. Entonces todos saben que no es así, que solo está queriendo llamar la atención. Pero esta vez Daniel lloraba en silencio, como si algo realmente estuviera mal. Kike, sagaz, advirtió esto pronto.

—Se rompió mi regla.

«¡Mi Dios del Cielo! ¿Y para eso me molestan?». Kike reprimió ideas fugaces que pasaban por su cabeza. Miró el reloj de reojo, pensó en la tarea de latín para las cuatro de la tarde; miró luego a Daniel, la regla rota…

Decidió calmarse. Psicología infantil: los niños no ven las cosas como nosotros los mayores. Hay que descender a su nivel. Hay que intentar ver las cosas como ellos. Hay que ponerse en sus zapatos. ¿De dónde sacaba Kike esa inspiración? No lo sabía, pero enhorabuena: aplicaría un poco de esto y otro poco de aquello, y con algo de suerte en cinco minutos volvería a aquella fábula de Fedro.

Primero que todo, lógico, hacerle sentir que le prestamos atención. Básico.

—A ver, Danielito, cuéntame qué pasó.

«Danielito»: genial. Un detalle de ternura, escucharlo con atención… Kike estaba ganando puntos. Danielito arrancó con su historia mientras Gerardito, un metro más allá, miraba inseguro y de reojo: aún no decidía si era su culpa, y escuchó el relato con los ojos bien abiertos… asustado, más bien.

La historia era sencilla: acabado el almuerzo, Gerardo vino a invitarle sus galletas, a pedirle que le invitara una de las suyas, hicieron un intercambio, algo no salió bien, dame mi galleta, te di la mía, dame la tuya… Y, de pronto: ¡toma! Monsieur Danielou tomó su espada y asestó un amago de tajo en el pecho de Monsieur Geragdó. Este no se quedó atrás. Hábilmente esquivó el lance, y con una ágil voltereta llegó hasta su sitio y cogió, a su vez, su espada. Lady Rosary, la bella doncella inglesa, volteó la mirada para presenciar aquel duelo de galantes mosqueteros, que si bien no se peleaban por ella —sino por una galleta—, le daba más o menos el feeling.

¡Chas! ¡Chas!, las espadas volaban describiendo arcos, parábolas, rectas y vuelos de saeta. Los intrépidos luchadores no se daban tregua. Monsieur Danielou sacaba chispas de su espada con sus feroces ataques al enemigo; monsieur Geragdó pintaba el aire de colores con la danza que su capa febril dibujaba en el aire con galanura y belleza. ¡Qué agilidad! ¡Qué dominio! ¡Qué emoción! ¡¿Qué niño no ha jugado nunca con su regla escolar a los espadachines?! ¡Zas! ¡Clin! ¡Plas! ¡Chas! Monsieur Danielou esquivaba las feroces avanzadas de su adversario, respondía con redoblada furia. Mientras tanto, a un costado, Lady Rosary suspiraba…

¡PAF!

Dos niños de diez años quedaron frente a frente mirándose en silencio. Uno de ellos sostenía en su mano una regla de treinta centímetros; el otro sostenía una de 17,3… los otros 12,7 yacían en el suelo, agonizando. Durante un instante fue el silencio, las miradas perdidas, la sorpresa. Luego fue la confusión, el llanto. Daniel se arrojó en su carpeta, hundió la cara entre sus bracitos y rompió a llorar en silencio; Gerardo se quedó parado a unos metros, debatiéndose entre el orgullo del vencedor y el pasmo del cómplice de un delito. Rosario fue a buscar al profesor.

—Ahora mi abuelita me va a pegar.

«Pegar» es el eufemismo que utilizan los niños peruanos para describir una carnicería doméstica. «Pegar» es cualquier cosa: desde un simple manazo hasta una azotaína completa con arma blanca (cinturón). Cualquier cosa. Kike mira a Daniel en silencio, y luego mira a los demás niños. Todos voltean a la vez a ver su rostro: él es el profesor, él sabe qué hacer, él solucionará el problema.

—Sí, claro…
—¿Qué dijo, profesor?
—No, nada, Rosario.

Kike toma aire.

—Ya, Danielito, tranquilo. No fue tu culpa. Fue un accidente. A todos nos pasa alguna vez. Yo también rompí reglas jugando a los espadachines.
—¡Pero mi abuelita me va a pegar!

Ujummm… interesante, mi querido Watson. Kike tiene un atisbo de lucidez: el problema no parece estar en el estatuto epistemológico del suceso; el punto parece ser la reacción que sigue a la acción, la desproporción de la medida de la justicia humana y el absurdo de la arbitrariedad. O sea, a Daniel no le interesa cómo se rompió su regla; lo que le preocupa es que la abuelita lo va a sonar.

—No le voy a decir nada a mi abuelita.

¡Ah, no! ¡Eso sí que no! ¿Mentiras aquí? ¿Estamos planeando una? Se podían meter con cualquier cosa, pero no meterán a Kike como cómplice de una mentira. Había que hacer algo y pronto.

—Daniel, eso no está bien. Yo creo que lo mejor es que le cuentes a tu abuelita qué pasó.

¿Y qué puede tener de raro una abuelita? Kike la conocía: es verdad, era un poco antipática; pero no era para tanto. Además, era mejor ir con la verdad —dolorosa pero cierta—, antes que complicar las cosas con una mentira.

—Lo mejor es que vayas de frente donde ella y le cuentes todo. Dile: «Abuelita, se me rompió mi regla», y le cuentas cómo pasó. Además, no te va a pegar, estoy seguro.

¡Claro que no le va a pegar! ¡Hombre, estamos en pleno siglo XX! Somos personas adultas y razonables. De seguro esa buena señora apreciará que el nietecito le cuente francamente qué pasó.

—¿Usted cree que no me pegue?
—De hecho, Daniel. Tranquilo. —Aquí aprovechó para tomarle la cabeza con la mano. Estaba inspirado—. Es más, a tu abuelita le va a dar más gusto que le cuentes la verdad. Y ella sabrá comprender. Los adultos somos así: es mejor conversar las cosas, hablar con sinceridad, dialogar.

Al decir las últimas palabras le puso la otra mano en el hombro y le acarició la cabeza con solidaridad. Poquito nomás: no hay que abusar. Daniel se va calmando.

No hay nada que hacer, Kike: te anotaste mil puntos. Te acabas de graduar. No solo tranquilizaste al pequeño; además, le has enseñado a amar la verdad, a andarse con franqueza en la vida, y le has mostrado el valor que tienen la sensatez y el diálogo en lugar de la violencia y la irracionalidad. Nada mal, nada mal… Si te vieran tus profesoras de la facultad… ¡Y eso que tu especialidad es secundaria, y no estos enanos de primaria!

Daniel se calma. Kike le seca las lágrimas con su propio pañuelo, detalle romántico que lo llena de orgullo (vamos, no es nada). Los demás niños sonríen aliviados. Gerardo también: prestó muchísima atención a aquello de «fue un accidente». Él también dormirá tranquilo hoy y el fin de semana. Kike no deja de advertirlo, y al pasar a su lado le da un golpecito amistoso en la cabeza. Bien jugado. Dos pájaros de un tiro. Nota mental: «Anotar en la agenda: ‘Lunes: preguntarle a Daniel qué tal le fue con la abuela’ «. Sí, el último toque de psicología: siempre preguntarle a la persona qué tal va aquel asunto. Demostrar interés. Otro gol.

Kike regresa a su escritorio. Ahora sí, a sumergirse en Fedro, su lobo y su cordero: Ad rivum eundem lupus et agnus venerant…

[2]

Un lunes de julio, 1999. Ocho de la mañana. Salón de clases de cuarto grado de primaria. Cinco carpetas, pizarra, pupitre para el profesor y una puerta. Cinco niñitos comienzan a entrar uno por uno al salón. Saludan al profesor y van a ocupar sus carpetas. El profesor está ocupado pensando en qué oración inicial hará ese día. Hay que encender la vela de la Virgen. ¿Entonaremos un cantito? ¿Quiénes se pelearán ahora por tomar la caja de fósforos y encender la vela?

El último en entrar es Daniel. Entonces a Kike le llega a la mente un recuerdo súbito. Ni siquiera tuvo que mirar su agenda. Simplemente recuerda el tema pendiente, las lágrimas de cocodrilo, la regla, la venganza de la abuela…

Es hora de completar la labor: «preguntarle qué tal va ese asunto». Debería haber estudiado Psicología y no Educación.

Se acerca a Daniel con una gran sonrisa.

—Hola, Daniel. ¿Y qué tal te fue el viernes con tu abuelita? ¿Le contaste la verdad? ¿Le dijiste que se te rompió la regla? —Kike sonreía como un bombero retirándose de un incendio entre los agradecimientos de los dueños de casa: «Ea, no fue nada; solo hice mi trabajo».
—¡Sí, le conté! —dijo sonriendo feliz. Daniel tiene una sonrisa maravillosa y pícara. Siempre parece provocarte con su sonrisa, como diciendo «A ver, cuéntame un chiste que no me haga reír porque todos me hacen reír». Y era cierto: todo le hacía reír—. Sí le conté.
—¿Y qué pasó? ¿Cómo reaccionó? ¿Te pegó acaso?

Daniel sonrió mucho más todavía cuando respondió.

—¡Sí! —y mostró esta vez todos los dientes.
—¡¿En verdad te pegó?! —La sonrisa de bombero se le había hecho cenizas.
—¡Sí! —Daniel sonreía más: parecía que iba a comerse las orejas.

Kike estaba perplejo. ¿Y la franqueza? ¿Y la justicia? ¿Y el diálogo? Se sintió repentinamente desnudo… sin su traje de bombero.

Pero Daniel no había terminado su relato.

—¡Profe, pero mi abuelita me compró una regla nueva! —Parecía que estuviera relatando cómo se fue de viaje a Disneylandia en vez de cómo lo masacró la abuela.
—¿En verdad?
—¡Sí, aquí está!

Sacó de su mochila una regla grande, de treinta centimetros. Y al hacerlo sonrió todavía mucho más, si aún me creen que alguien puede sonreír tanto. Este chico debía de tener algún problema maxilar.

—Me compró esta regla. —Con la misma emoción hubiera mostrado un lingote de oro.
—Sí, ya veo. ¿Y no te dijo nada más?
—¡Sí! ¡Esta vez me dio permiso para romperla!

Kike tosió. ¿Había escuchado bien? La sonrisa del niño parecía no dar lugar a equívocos.

—¡¿Cómo?!
—¡Sí, me dio permiso para romperla! —Sí, sí, lo decía sin dejar de sonreír.
—Pero ¿cómo así?

Entonces Daniel entornó los ojos con gesto de malignidad, y enseñando los dientes y poniendo la voz ronca, llena de amenaza y rencor, imitó la voz de su abuelita a la perfección:

—Es que me dijo: «¡Y vas a ver lo que te pasa si la rompes de nuevo! ¡Rómpela, nomás…!» —y luego volvió a la normalidad y dejó salir su sonrisa nuevamente.

[***]

Siete años después, me sigue sorprendiendo cómo Daniel mantenía su inconmovible buen humor a pesar de la tremenda azotaína que le cayó aquel viernes. Y es que era cosa de verlo, fíjense: ¡el tipo estaba feliz! Feliz como siempre solía estar. Y no miento: su sonrisa te alegraba el día todos los días. Cómo es, ¿verdad?: en serio los niños son como algo nuevecito recién llegado al mundo. No tienen malicia: no la han aprendido. No tienen rencor: no lo han aprendido. Daniel, a pesar de la tremenda zurra, seguía siendo el mismo niño alegre y feliz, y seguía confiando en la autoridad de su abuelita. Y, bueno, claro: con una abuela así yo tampoco me hubiera atrevido a desconfiar, je, je…

Fuera de bromas, con razón el Señor nos pidió ser como niños: personas sin malicia, sin rencores, capaces de volver a confiar en los demás, de entregarse y de sonreír siempre.

Autor: Kike-Enrique

 

 

Con el consentimiento y alegría del Autor.

Fuente: http://fueradebromas.blogspot.com